El dilema del elefante
Vivir en 1999 fue lo más parecido al apocalipsis. Aquello parecía el ragnarök. Teníamos miedo de que Skynet comenzara la rebelión de las máquinas a causa del efecto 2000, el dress code consistía en llevar vaqueros de cintura baja y camisetas Rottweiler y El niño —telita marinera—, I Want It That Way era el número 1 de Los 40 Principales y yo, con nueve años recién cumplidos, fui diagnosticado con dislexia. Toma traca final. Eso sí que es terminar un milenio por todo lo alto.
Recuerdo la escena. Unidad de pediatría. Madres llevando a sus hijos e hijas en un semisecuestro a sus chequeos rutinarios. Bebés berreando como becerros. Un doctor con bigote prominente, apellido de ministro y nudillos como cordilleras se asomaba a la puerta y gritaba nombres a diestro y siniestro. Y yo, en mi pequeño mundo particular, tamborileaba con mis dedos la mar de contento porque, sentado en la silla de plástico color blanco nuclear que me había visto crecer, la punta de mis pies ya llegaba a tocar suelo. Selección natural. La vida adulta llama a mi vida, gente.
En fin, lo de la dislexia. Mis padres fueron de lo más consecuentes conmigo. Quizá porque quisieron quitarle hierro al asunto. Quizá porque no acababan de comprender del todo el significado del diagnóstico. La cosa es que mi vida continuó como si nada, como el elefante en la habitación.
¿Recordáis esos momentos de colegio en los que nos hacían leer en voz alta un pequeño fragmento de los libros de texto? Ya sabéis, esos cuentos que abrían —y abren— cada una de las unidades con títulos tan elocuentes como magnéticos: Cuando las sardinas pidieron vacaciones o Lourdes y la coliflor mágica.
Para mí, aquello era la antesala del horror. Era como si Freddy Krueger me esperara escondido entre aquellas líneas. Y para no quedar en evidencia delante de toda la clase, hacía lo que mi perspicacia preadolescente consideraba más pragmático y sensato: averiguar lo que doña Luisa, mi queridísima maestra, iba a pedirme que leyera y aprendérmelo de memoria antes de que me llegara el turno.
Fue ahí donde empezó mi carrera de mentalista. Entraba en la cabeza de aquella mujer. Me anticipaba a sus movimientos. Descifraba el código. Entre sudores fríos contaba cuántos pupitres había entre quien estuviera leyendo y yo. ¿De qué iba el texto? Ni idea. Quizá Lourdes y su coliflor conseguían desvelar el sentido de la vida, pero a mí me la traía al pairo. En ese momento mi vida, ¿qué vida?, mi honor se debatía en que me aprendiera de carrerilla esas cuatro líneas que, seguro, me iban a tocar. Ser capaz de recitarlas con los ojos cerrados.
Entonces se escuchaba la fatídica frase.
—Continúa, Javi.
Es ahora o nunca, pienso. Ha llegado mi momento, me presento. Cojo aire. Miro el abismo. Él mira dentro de mí. El tiempo se detiene y, como si nadie me hubiera explicado para qué sirven las comas, ametrelleolaspalabrashastaponermemoradocomounaberenjena.
Misión cumplida. Mi turno pasaba y yo me sentía como Psycho Mantis. Lourdes podía seguir con su vida y yo con la mía.
Y de esta manera, con menor o mayor acierto, iba escurriendo el bulto.
A día de hoy, cuando los Backstreet Boys dejaron de sacar discos, cuando Rottweiler y El niño pasaron a mejor vida y, finalmente, Schwarzenegger solo se hizo con el control de California, los estragos de aquel fatídico diagnóstico todavía son notables. Es difícil explicar lo que un disléxico siente cuando lee, además uno ferviente aficionado a la lectura. Es como caminar con unos zapatos que te quedan grandes. Parece que las palabras cambien su significado y crees que esto no está hecho para ti. Los incómodos momentos que pueden llegar a crearse cuando pareces Miguel Maldonado —todos mis respetos a ese genio y figura— mientras las palabras no salen de tu boca. Es como caminar con unos zapatos que te quedan grandes.
Ahora, en mi tercer curso como profesor de Educación Primaria, todo cobra sentido. Como la primera vez que leí a Murakami o como me ocurrió con el vino tinto: siempre lo había tenido ahí delante pero nunca había entendido su magnitud. Veintitrés años después pienso en lo evidentes que debían de ser para doña Luisa mis problemas de lectura y en que era ella, en realidad, la que escurría el bulto. Yo les pido a los niños que lo sean, a pesar de que el mundo ya no esté pensado para ellos.
A día de hoy escucho ciertas conversaciones sobre educación en las que, tendrás que disculparme, querido lector, no tengo más remedio que entrar a matar. La educación no es tan solo saber leer en voz alta, no es aprender a escribir antes de los seis años y desde luego no es saber hasta la tabla del diez al acabar la Primaria. Ni tan siquiera es trabajar para incrementar en las futuras generaciones esa cultura del esfuerzo por la que algunos políticos se les llena la boca en el Congreso.
Señoras y señores, la educación no es carnaza política.
La educación es parar una clase para hacer de mediador al más puro estilo Jaime Cantizano en ¿Dónde estás corazón? Explicar a tu alumnado que el abuelito de Sofía acaba de morir y que por eso su compañera hoy no vendrá al cole. Tratar de que entiendan el mundo, empezando por ellos mismos. La educación es el material con el que se construye el futuro. Es aunar fuerzas para hacer de este un mundo que merezca la pena vivir. Bajarse de la acera cuando te cruzas con alguien de frente. Servir el agua a quien te acompaña a la mesa antes que a ti. Bajar el ritmo de tus pasos para que quien camina a tu lado sea el primero en cruzar el umbral de la puerta. Ceder el asiento. Saber que el no es no. Dejar pasar lo que está a la vista de todos, subsidiarlo, alzar la copa del respeto, de lo evidente y hacer como que no hay un puto elefante en medio del salón.
Hay una escena de Capitan Fantastic en la que Viggo Mortensen, padre, le dice a George MacKay, hijo a punto de entrar a la universidad, una retahíla de consejos que, si algún día llego a ser director de un centro escolar, escribiré en una placa conmemorativa que colgaré en el hall.
“Cuando te acuestes con una mujer sé amable y escúchala. Trátala con respeto y dignidad, aunque no la quieras. Di siempre la verdad, toma el camino honrado. Vive cada minuto como si fuera el último. Exprímelo. Sé aventurero, sé osado, pero saboréalo, pasa rápido. No te mueras”. Firmado, el putísimo Aragorn II.
En el mundo en que vivimos, entregado a la productividad y al saber hacer, parece que no es posible permanecer al margen. Que ahora ni tan siquiera los niños tienen derecho a aburrirse. Siempre habrá un dedo que les señale el camino a seguir, y si algo me enseñó doña Luisa es que al final, el tiempo, pone a todo el mundo en su lugar. Seas un grupo pop de los noventa, Terminator, un alumno con problemas de lectura o un elefante en medio de una habitación repleta de gente.